Si el votante no admite que es cómplice de lo que elige, no será posible modificar un esquema cada vez más incrustado en la administración
La reciente solicitud de extradición, por parte de tribunales norteamericanos, de dos diputados y dos alcaldes guatemaltecos señalados de narcotraficantes debe de encender, aún más, las alarmas naciones de cara a las próximas elecciones, y a quienes nos gobiernan. La “vergüenza nacional” de haber votado por dirigentes acusados de narcoactividad se prolonga después de la acusación, detención y condena de otros personajes que en su momento fueron juzgados en aquel país. No estamos muy lejos del “esplendor” colombiano o mexicano, cuyo Estado se ha visto en jaque después de la detención del hijo del Chapo Guzmán y los disturbios ocasionados por grupos armados que abiertamente allí operan y desafían al Estado.
CICIG señaló en su momento al narcotráfico de financiar una parte importante del proceso electoral guatemalteco, aunque nunca les entraron a esos “grupos ilegales y paralelos”, quizá por el alto costo que ello suponía. De entonces a nuestros días, los estudios indican que el financiamiento electoral se genera mayoritariamente entre lo que se desvía de dinero público -apropiación directa o comisiones que se cobran por adjudicación de bienes y servicios- y la contribución del narcotráfico. Poco, muy poco, es el dinero aportado por simpatizantes o afiliados a partidos políticos.
Lo que hacen es una inversión, una apuesta por el gobierno -local o nacional- que pueda surgir de las urnas y los beneficios que obtendrán posteriormente. Además, y mucho más grave e hipócrita, es que ciertos partidos y candidatos, suficientemente conocidos en sus localidades, sean votados por ciudadanos inescrupulosos que permiten, consiente, alientan y sostienen el modelo que se ha incrustado en la política. Si de algo no hay duda es que las elecciones en este país han respondido al voto libre del ciudadano. Ahora bien, lo que no se sabe -porque el voto es secreto- es cuántos de esos votantes apuestan por un modelo de gobierno de narcos, y sobre todo quienes se benefician del mismo. Si el votante no admite que es cómplice de lo que elige, no será posible modificar un esquema cada vez más incrustado en la administración.
Además esas autoridades -como es el caso del diputado Ubico- ocupan puestos directivos en comisiones como Defensa, Gobernación y Justicia o forman parte de esquemas de seguridad nacional, algo absolutamente surrealista. Si a eso sumamos el número creciente de uniformados -policiales y militares- relacionados con el esquema de crimen organizado, el final no es otro que un narco-Estado cada vez más consolidado.
Muchas personas al plantearse este problema preguntan qué pueden hacer. La respuesta compleja suele ser la reflexión de ciertos “analistas”, pero mucho más sencilla, contundente y efectiva es la de: no vote por ningún partido que incluya como candidatos a personas relacionadas con el crimen organizado, el narcotráfico o delitos de alto impacto ¿Qué queda entonces?, agregan algunos desesperados. Pues lo que el sistema permite: el voto nulo.
Hay quienes descalifican la alternativa del voto nulo -no les quito parte de la razón- pero es lo único que haría que se repitiese el proceso y, aunque todo al final fuese igual, al menos nos daríamos como sociedad la oportunidad de probar algo que puede cambiar un sistema cerrado a las mafias partidarias. Lo que está claro, y con poca discusión, es que votar por el menos malo siempre nos ha conducido a elegir al peor, pero hay una puerta que, aunque en el largo plazo lleve a lo mismo -algo por comprobar- al menos es una esperanza de cambio que no se debería de descartar.
Lo otro: seguir haciendo lo mismo para buscar resultados diferente, que es lo que definió Einstein como estupidez humana.
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