Muchos autoritarios y dictadores llegaron al poder democráticamente electos por ciudadanos similares a ellos, con parecidas características.
Apenas quedan unos días para las elecciones. El conteo de votos determinará quiénes son electos para alcaldes y diputados y si hay una segunda vuelta presidencial, que todo apunta en esa dirección. Ningún candidato alcanzará el puesto para el que se postula sino cuenta con la mayoría de los votos que los ciudadanos, libre y voluntariamente, les otorguen. Todo muy simple y sencillo de entender.
Lo anterior ocurre en la mayoría de los países, por muy malas democracias que tengan, aunque sea más difícil entender lo que ocurre en Nicaragua, Venezuela, Cuba o el proceso en El Salvador. Es inconcebible que la esposa de Daniel Ortega sea la vicepresidenta del país, que la de Maduro elija el comité nacional electoral o que la sombra de los Castros siga presente en Cuba. El efecto Bukele será similar y está en marcha. De momento, acoge a una parte de sus familiares en puestos directivos en el partido o en ciertas instituciones.
La explicación es sencilla, lógica y legal: una mayoría de ciudadanos los encumbraron, como ocurrió con Hitler, aunque hoy se lamenten de no poder salir de ellos. Muchos autoritarios y dictadores llegaron al poder democráticamente electos por ciudadanos similares a ellos, con parecidas características, alegando que creyeron en sus propuestas en lugar de reconocer que simplemente se parecían a ellos. Y es que hay tendencias extremas que luego se vuelven contra aquel que las eligió, y de las que no puede escapar.
Cuando un autoritario toma el control político sólo puede continuar siendo más autoritario. A Bukele, Maduro, Ortega o Díaz-Canel les es imposible dejar el poder porque han sido denunciados por graves violaciones de derechos humanos, y terminarían en prisión. Sólo tienen un opción viable: perpetuarse. Hay tantos ejemplos en la historia que desconocerlos es cerrar los ojos a una realidad tan evidente que nos hace colaboradores o cómplices.
Quizá la palabra más incluida y destacada en las distintas acepciones de democracia sea “libre o libertad”. Poco se habla de la responsabilidad del ciudadano a la hora de elegir, y de las consecuencias de su decisión. Por eso, la ley deja votar únicamente a los mayores de edad, porque son responsables de sus decisiones, y es la razón por la que hay cierta oposición al voto en el extranjero, ya que no pagan impuestos en el país y tampoco padecen las consecuencias de sus decisiones al residir fuera. Pero, como no gustamos de ser señalados o de cargar con culpas que eludimos, apoyamos el “voto universal” y difuminamos la relación entre libertad y responsabilidad ¡Si Esaú entregó su primogenitura por un plato de lentejas, tampoco es para tanto!
Es necesario leer los programas políticos, en vez de alegar que nos engañaron. Nadie se deja engañar cuando firma un contrato de trabajo y deja claras las condiciones. Hay que investigar a los candidatos, averiguar quiénes son y qué han hecho en su vida; en lo privado no se contrata a nadie sin seguir meticulosamente ese proceso. Elijamos la mejor opción después de analizarlas, porque lo normal no es entregar nuestra confianza a desconocidos, ni confiarles dinero a quienes sabemos que lo pueden robar. Si en la vida privada utilizamos filtros y controles muy precisos a quienes contratamos o con quienes nos relacionamos, ¿cuál es la razón para no hacerlo en la vida pública?
No nos engañan, simplemente nos despreocupamos por lo público, algo que no hacemos normalmente en el resto de las cosas de la vida, porque quizá sea más llevadero quejarnos de otros y vez de cambiar nuestra indiferencia. El 25 tenemos una cita con nuestra conciencia.
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