El liderazgo mundial siempre ha mantenido reuniones tensas e intensas en momento álgidos aunque no se trasladase el resultado a la opinión pública de forma directa
El mundo apenas conoce el fondo y las formas de aquellas reuniones previas al fin de la II Guerra Mundial, entre los representantes de Reino Unido, Rusia y EE.UU, en las que se repartieron el mundo. A lo sumo se publicaba una fotografía oficial y se emitía un comunicado conjunto que solía contener la informa precisa y puntual que deseaban trasladar a la opinión pública. No había democracia, tampoco exigencia ciudadana ni mucho menos redes sociales.
En Yalta, Stalin obtuvo el reconocimiento de los hechos consumados, y se rompieron una serie de compromisos internacionales. Las tres potencias se otorgaron el derecho de decidir el destino de los pueblos y aceptaron que no existía la posibilidad de salvar la integridad territorial de Polonia. En Potsdam, quedó patente que la mayoría de los acuerdos a los que se había llegado en Yalta no se cumplieron, y que las democracias occidentales bien poco podían hacer para obligar a Stalin a cumplir las promesas hechas.
El liderazgo mundial siempre ha mantenido reuniones tensas e intensas en momento álgidos aunque no se trasladase el resultado a la opinión pública de forma directa. Pareciera que aquellas reuniones eran amigablemente, entre té y pastas, y que la “buena voluntad” de los asistentes o una cortesía explícita y reflejada en fotografías eran el tono de las discusiones internas. Hoy, contrariamente a aquellos tiempos, los medios de comunicación, y las redes sociales, transmiten en tiempo real los alegatos entre Zelensky, Vance y Trump, y hay indignación por lo que se muestra.
El fondo de la discusión es mucho más extenso que lo que se pudo apreciar. Una Rusia decadente que necesita oxígeno para amortiguar a una Turquía con creciente dominio en la zona e influencia hasta Siria. China, en expansión, guarda un silencio interesado porque el desgaste internacional de las otras potencias le favorece. Estados Unidos desea recuperar un debilitado liderazgo mundial con demasiados frentes abiertos, y necesita cerrar conflictos y crear alianzas que amortigüen el papel de Irán en el financiamiento del terrorismo internacional, pero también la confrontación en Israel y la alianza con los turcos. La Unión Europea teme renunciar al confortable Estado de Bienestar del que disfruta, y deberá de readecuar sus cuentas para enfrentar escenarios complejos de inseguridad, entre ellos la migración descontrolada y la incidencia en un modelo social identitario que peligra con diluirse.
Las formas, sin embargo, más sencillas de analizar, quedan debiendo al ciudadano. No es aceptable una altanera y descontrolada discusión entre jefes de estado tratando un conflicto bélico que cuenta con gran cantidad de víctimas, pero tampoco porque genera una percepción que desdibuja el problema. Si Trump y Vance quisieron doblegar a Zelensky, la estrategia de humillación pública se revirtió; si el ucraniano sabía a lo que iba, ganó la batalla mediática.
Estamos asintiendo a un cambio de paradigma en las relaciones internacionales, producto de múltiples y complejos factores, y solemos quedarnos en la periferia del debate: en las formas. En ese espacio seguramente hay un costo importante para la política exterior norteamericana, porque la fuerza, el grito, la humillación, la imposición y las malas caras no terminan por dar la razón y convencer, aunque puedan vencer.
Cuidar las formas públicas no deja de ser una herramienta necesaria en tiempos de abundante tecnología. Utilizar un mínimo de razón y explicar las consecuencias, es una mejor vía de acercamiento al ciudadano que la del histrionismo. La autoridad no se ejercer con despotismo, sino con la dureza de la ley y de la razón, que parece ser fue lo que se perdió en Washington. Otra reunión para la historia.
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