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lunes, 24 de noviembre de 2025

¿Quién tiene la culpa?

La conversación nos duró hasta llegar a la reunión con los jóvenes, donde se prolongó. Y es que queremos cambiar Guatemala sin cambiar nosotros, y así no funciona.

El sábado pasado, de buena mañana -6:30 am-, salí rumbo a Antigua. Tenía una charla con jóvenes, una de las pocas razones por las que estoy dispuesto a desplazarme temprano sin que haya un vuelo, un incendio o un golpe de Estado de por medio. Confiado en mi inocencia y en el Waze, que prometía una ruta ágil, incluso calculé que me daría tiempo de desayunar. ¡Qué ternura la mía!

A la media hora, la ruta empezó a pintarse de ese rojo que no anuncia Navidad sino tragedia vial. Y entonces apareció la frase que nadie quiere oír: “tiempo en tráfico: 17 minutos”. Traducido al idioma real: “Prepárese para sufrir”. 

Armado de paciencia y con un ligero encono existencial, aguanté cómo esos 17 minutos se estiraban misteriosamente hasta convertirse en 20, luego 25. De pronto, la carretera empezó a abrirse en el horizonte, pero los carros de adelante pedían vía para salir del carril derecho. Algo dificultaba el paso, y claro, eso debía ser la razón del retraso.

Lo era: una señora enfundada en varias capas de ropa, lista y preparada para escalar el Volcán de Agua a las tres de la mañana iba encaramada en una bicicleta. Detrás, un vehículo con las luces intermitentes encendidas la escoltaba como si se tratara de una delegación diplomática. Ambos ralentizando el tránsito de cientos de automovilistas; privatizando lo público. Exploté, y le dije a mi hija, que venía conmigo: “Este es el gran problema del país y la razón por la que no avanza: nadie respeta a los demás”.

La conversación nos duró hasta llegar a la reunión con los jóvenes, donde se prolongó. Y es que queremos cambiar Guatemala sin cambiar nosotros, y así no funciona. Aquí las cosas permanecen igual porque el prójimo no figura en nuestras ecuaciones morales: se roba o no se hace nada, y el efecto es idéntico: el otro no importa.

Avanzamos poco porque cada uno cree tener la vía para sí. Se asesina porque la vida ajena vale menos que una promesa de campaña. Se viola, se engaña, se estafa, se amenaza, se pasa por encima… todo porque nunca vemos en nuestro semejante alguien como nosotros.

Para que una sociedad progrese hay que ser liberal, porque el liberalismo se sostiene sobre un principio simple: respeto irrestricto al proyecto de vida del otro. Algo que por estos lares se entiende como una suerte de permiso para joder al vecino.

La ironía mayor es que este país está saturado de iglesias. No cabe un templo más. Y sin embargo, el mandamiento “amarás al prójimo como a ti mismo” parece tener un rango de audición de exactamente cero metros fuera del edificio. Además, da la sensación de que los parlantes no funcionan, y al salir, la primera reacción es la violencia vial. ¡Milagro que no reparten machetes como recuerdo litúrgico!

La política es exactamente el mismo reflejo de nuestro espejo roto. Votamos sinvergüenzas o inútiles -que al final producen el mismo resultado: ninguno- y pasamos cuatro años quejándonos de lo que nosotros elegimos por mayoría. Da la sensación de que un talento nacional eso de sembrar estiércol y exigir rosas.

Tenemos carreteras destrozadas, buses de guerra conducidos por homicidas certificados, motoristas que exhiben acrobacias suicidas, un tráfico nauseabundo y autoridades que elegimos pero que no hacen absolutamente nada, en cualquiera de sus niveles y con honrosas excepciones.

La verdadera ironía es que no es el tráfico. No es la señora en bicicleta. No es el político. Somos nosotros.

Pero tranquilos: siempre habrá una excusa o alguien a quien culpar. En eso si somos campeones.

lunes, 17 de noviembre de 2025

Pérdidas multimillonarias

Los malos -que a veces se notan y otras pasan desapercibidos- no están dispuestos a dejar de percibir cientos de millones de dólares sin reaccionar

Que militares norteamericanos vayan a ampliar los puertos y que tecnología estadounidense controle los aeropuertos nacionales no es casualidad ni dejadez gubernamental. Nada se mueve sin cálculo. Todo responde a un plan perfectamente diseñado para cerrar -con candado made in USA- las puertas de entrada y salida del narcotráfico, pero también de los millonarios flujos que acompañan a transacciones informales de mercaderías, dinero y personas. Washington se asegura de que el caos no se desborde, y desde aquí se aprieta el grifo de quienes por tiempo hicieron fortunas gracias al “desorden organizado”. 

Y como las coincidencias no existen, justo durante esas actuaciones se fugan mareros de prisión y desaparecen armas de una base militar. Nada menor. El primer episodio termina con la destitución del ministro de Gobernación; el segundo debilita al de Defensa. ¿Chapuzas monumentales de dos funcionarios incompetentes o acciones pensadas para sacarlos del tablero? Todo apunta a lo segundo. Ambos ministros son responsables de la seguridad y, con puertos y aeropuertos bajo control extranjero el cerco se cierra desde dos frentes, y a algunos no les gustó.

Es evidente que Estados Unidos -por petición del gobierno, aunque también por puro interés estratégico- se está haciendo cargo de la seguridad nacional; una inversión geopolítica. El Ejecutivo se lava las manos con jabón importado, los norteamericanos aseguran las zonas de ingreso y salida, y juntos sonríen frente a las cámaras. Y, en compensación, el país recibe la retirada de los aranceles impuestos hace unos meses y un par de beneficios extras. Nada es gratis, pero teniendo en cuenta el precio de combatir al narcotráfico y el crimen organizado, el trato no parece malo. En tiempos de la Guerra Fría poníamos los muertos; ahora, por lo visto, otros pondrán la cara. Algo hemos ganado.

Pero no todo el mundo celebra. Los malos -que a veces se notan y otras pasan desapercibidos- no están dispuestos a dejar de percibir cientos de millones de dólares sin reaccionar, y eso es precisamente lo que representan estas nuevas medidas: pérdidas colosales en tráfico de drogas, lavado de dinero y control de rutas. La violencia que se vive no es consecuencia de un “incremento natural del crimen”, como alegan algunos distraídos, sino un claro mensaje de quienes ven cómo su negocio se desmorona. No son amateurs, golpean donde duele y saben cómo exhibir un Estado que parece inútil para defenderse. Además, demasiados políticos y candidatos reciben parte del botín, o están endeudados con sus financistas.

Para colmo, desde el Congreso ya no controlan comisiones clave de seguridad y defensa, y si no pueden apagar radares, sus aviones con carga dudosa no vuelan tranquilos. Sin aduanas dóciles, el flujo se vuelve caro e impredecible, y si también los puertos están supervisados por militares que hablan inglés, el margen de maniobra se reduce al mínimo.

Así se empieza a construir estratégicamente una autopista hacia la optimización de recursos contra el crimen organizado. Que otros hagan el trabajo sucio, al menos por esta vez, parece extraordinariamente rentable. Claro, tiene costos políticos, diplomáticos y de soberanía simbólica, pero en un país donde la soberanía real la han controlado por décadas otros, la discusión se vuelve irónica.

En resumen, lo que vemos hoy no es improvisación ni caos, sino confrontación. Una batalla entre un Estado que intenta alquilar músculo extranjero y mafias que no están dispuestas a renunciar a sus millonarias ganancias. Que el reacomodo traiga paz, control o simplemente una guerra más sofisticada, está por verse. Lo único seguro es que nadie está jugando a medias. Aquí todos mueven grandes piezas en un tablero tropicalizado.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Diplomacia a la carta

Diplomacia, activismo y relato mediático se entrelazan para mantener a flote una narrativa de estabilidad democrática que, en realidad, esconde fragilidad interna.

En política nada es casual, mucho menos cuando encuestas y sondeos de opinión dejan de ser aliados. Con enorme desgaste y caída sostenida en índices de aprobación, el gobierno apuesta por trasladar su centro de legitimidad al plano internacional. Si el apoyo doméstico flaquea queda la diplomacia, donde los discursos suenan con mayor eco y los aplausos duran más que la memoria nacional.

En ese tablero encaja una red de apoyo político internacional, discreta pero visible en momentos de crisis. Está integrada por exfuncionarios, diplomáticos, académicos y organizaciones militantes en medios y redes, junto a organismos y exembajadores que sirven de enlace en la construcción de legitimidad exterior.

Uno de los escenarios donde mejor se exhibe este entramado es la Organización de los Estados Americanos (OEA), foro que suele disfrazarse de neutralidad mientras juega a la alta política. No es la primera vez que la OEA se convierte en escenario de drama latinoamericano, pero el guion es tan evidente como en 2023. La designación de la Secretaría Adjunta -gentileza del presidente colombiano- y la de Sebastián Kraljevich como Secretario para Fortalecimiento de la Democracia -cortesía de Gabriel Boric-, y que recientemente visitó Guatemala-, coronaron el avance del progresismo regional. Washington apretó los dientes -sin embajador en aquel foro y momento porque no había sido designado por el Gobierno de Trump- por esos dos pivotes ideológicos dentro del sistema interamericano, justo cuando Petro enfrenta tensiones por su inclusión en la lista OFAC. Por otro lado, está la sesión extraordinaria solicitada por Guatemala para discutir las tensiones derivadas de acciones judiciales, cuya declaración es diplomática e inofensiva, pero respalda al pueblo y gobierno e insta al respeto de la Constitución. Un comunicado correcto y útil para redes oficiales, aunque la jugada sirvió para proporcionar oxígeno político.

Pero la diplomacia no es un juego de un único actor y la congresista Salazar pidió públicamente la remoción del embajador estadounidense y del encargado de negocios en Guatemala, acusándolos de injerencia política. La solicitud no fue un arrebato improvisado: provino de alguien influyente que difícilmente habría desafiado al Departamento de Estado sin señales previas, lo que revela fisuras y deja abierta la posibilidad de ajustes diplomáticos. A ello se suma el nombramiento de una misión política de observación para 2026 que genera suspicacias por un detalle técnico: es normal que la OEA envíe observadores a elecciones generales -por tratarse de derechos políticos-, pero no que un órgano político supervise elecciones internas de órganos técnicos de control. La OEA parece querer estar cerca de procesos que, en teoría, deberían permanecer al margen de presiones políticas. Una batalla silenciosa pero profunda: la pugna entre el progresismo articulado y el conservadurismo debilitado dentro de los organismos multilaterales.

Es previsible que el 2026 traiga una ofensiva comunicacional con varios objetivos: legitimar la misión electoral de la OEA, multiplicar los pronunciamientos sobre la “democracia en riesgo” y presionar a ciertos sectores nacionales. El guion no es nuevo: se repite cada vez que el poder necesita revestirse de causa moral para alinear los órganos de control. Diplomacia, activismo y relato mediático se entrelazan para mantener a flote una narrativa de estabilidad democrática que, en realidad, esconde fragilidad interna y persigue poner en cargos clave a perfiles afines.

La pregunta que queda es si los actores nacionales sabrán distinguir entre el acompañamiento legítimo y la presión ideológica, o si volverán a ceder el terreno del debate político a los intereses externos que, bajo el pretexto de la democracia, solo buscan mantener su influencia. Porque en el tablero internacional, como en la política local, las alianzas rara vez son altruistas.

lunes, 3 de noviembre de 2025

La rentabilidad de los muertos

En ciertos temas, las cifras se defienden con emociones no con argumentos. Reducir los muertos se percibe como una ofensa moral, aunque sea un ejercicio de precisión histórica.

Durante décadas, en España se repitió con solemnidad que la Guerra Civil había dejado “un millón de muertos”. La cifra aparecía en los monolitos conmemorativos, grabada como una verdad incuestionable. Un respetado escritor, José María Gironella, la elevó a categoría literaria en su novela Un millón de muertos (1961), el segundo tomo de su trilogía sobre la contienda. El dato, como suele ocurrir era más emocional que exacto. Cuando los historiadores -sin consignas- empezaron a contar de verdad, las cifras se desinflaron. Los caídos en combate se estiman entre 150 y 200 mil, y añadiendo fusilamientos, hambre y enfermedades, el total alcanza el medio millón. Es decir, la mitad. La aritmética del dolor resultó menos épica que la propaganda.

En Guatemala sucedió algo parecido. Durante años se repitió, con tono monocorde y moralmente irrebatible, que el conflicto armado interno había dejado 200 mil muertos y decenas de miles de desaparecidos. La cifra se volvió parte del relato oficial, reproducida en informes, conmemoraciones y discursos. Sin embargo, investigaciones más meticulosas la ponen en duda. El sociólogo e historiador Carlos Sabino, en su obra Guatemala, la historia silenciada (1944-1989), estima un máximo de 46 mil fallecidos y un cálculo razonable de 37 mil. No son números improvisados, sino fruto de un análisis detallado de registros, reportes y datos demográficos. Cuando le pregunté si había recibido críticas fundadas, Sabino me respondió: “Comentarios razonados, ninguno; críticas, muchas”.

Y tenía razón. En ciertos temas, las cifras se defienden con emociones no con argumentos. Reducir los muertos se percibe como una ofensa moral, aunque sea un ejercicio de precisión histórica. En las guerras, los cadáveres no solo pesan: también valen. El fenómeno no es exclusivo de España ni de Guatemala. En Yugoslavia, las estimaciones sobre las víctimas de los Balcanes también variaron con el viento político. Y ahora, el guion se repite en Gaza.

Los portavoces de Hamás hablan de 60 o 66 mil muertos, una cifra sin verificación. Pero un tuitero -no un medio, no una ONG, sino un simple ciudadano con tiempo y curiosidad- ha decidió hacer lo que los grandes organismos ignoran: verificar. Utilizando imágenes satelitales, coordenadas de cementerios y fotografías comparativas, revisó los lugares de entierro entre octubre 2023 y diciembre 2024. El resultado fue incómodo: los movimientos de tierra no coincidían con el supuesto número de víctimas que se pueden cifrar entre 5 y 6 mil. Algunos cementerios no mostraban actividad; otros revelaban entierros normales, sin rastro de las decenas de miles de fosas que el relato mediático aseguraba. El investigador concluyó con mordaz claridad: “A medida que la realidad desmonta el relato construido por el Ministerio de Hamás, algunos han decidido que los cadáveres están bajo los escombros. Se equivocan otra vez. Todo está fotografiado y geolocalizado”.

La frase resume el dilema contemporáneo: vivimos en la era de la información, pero también de la desinformación profesionalizada. La inflación de muertos no es solo un error; es una estrategia. Aumentar las cifras produce impacto, condenas, sanciones, donaciones y titulares. En otras palabras: los muertos dan réditos. Cada cadáver adicional se convierte en argumento político, en munición para la propaganda o en excusa para la cooperación internacional. El dolor se administra como capital simbólico, y quien controla el relato controla también la compasión ajena. Lo irónico es que las mismas herramientas tecnológicas utilizadas para fabricar “fake news” son las que permiten refutarlas. Eso sí, requiere algo escaso en esta época: tiempo, paciencia y espíritu crítico.Y aunque suene cruel, la historia reciente confirma una vieja verdad: los muertos no descansan en paz… si aún pueden producir ganancias.