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lunes, 28 de diciembre de 2020

El año de los pocos abrazos

Lo que antes era normal: un beso, un abrazo, un gesto o una caricia, ha pasado a ser inexistente o inusual.

Casi a punto de finalizar este particular 2020, intentamos convencernos -quizá inútilmente- de que lo venidero será mucho mejor, sin advertir aquel viejo adagio: “toda situación por mala que sea es susceptible de empeorar”. De momento, y para que seamos cautos, nuevas cepas de virus se han propagado y amenazan con expandirse mucho más rápidamente que su predecesor.

Este ha sido el año de los pocos abrazos. El año que ha sacado a relucir muchas cosas que solíamos tener reservadas en el frasco de las emociones más escondidas. Parejas que han entendido que no estaban hechas para convivir mucho más tiempo que el escaso en que coincidían al regreso de sus trabajos. Amigos que pensábamos estaban ahí pero que no representaban más cercanía que esa insustancial “amistad de Facebook”. Jóvenes que salían a conocer a otros como ellos para establecer relaciones y que súbitamente vieron todo cerrado, vacío, al mejor estilo de walking dead.

El COVID -o la COVID, que la RAE ya ha aclarado el asunto de género- ha desnudado nuestra esencia humana. Esa que guardábamos y que no era preciso sacar a luz porque la dinámica natural del mundo -de antes- no lo necesitaba. Sin embargo, de pronto, algo tan pequeño como un virus ha sido capaz de revelar información que nunca hubiésemos conocido ni interpretado. Lo que antes era normal: un beso, un abrazo, un gesto o una caricia, ha pasado a ser inexistente o inusual. Deberemos aprender a expresar emociones de otra manera -más los latinos que los fríos anglosajones- pero a todos nos llevará candanga. La convivencia en bares y lugares bulliciosos donde el empujón, el humo, el tono elevado de voz al hablar o la masificación, eran atractivos, es probable que dejen de existir y habrá, necesariamente, que aprender a convivir de otra manera que obvie todas esas costumbres, aquellos hábitos que celebrábamos hace apenas unos meses. Súmele a lo anterior el cine, los parques de atracciones, las calles peatonales repletas de personas, los estadios, las aulas de clases, los niños en el recreo y sus bullas o los aeropuertos con colas infinitas.

El mundo cambió después del 11 de septiembre de 2001 y la seguridad ocupó una parte importante del tiempo que se devengaba en los viajes. Nos adaptamos progresivamente, muy diferente de este otro embate del COVID del que no hemos sido capaces, siquiera, de asimilar todavía. Algunos piensan que llegará un momento en que todo volverá a la normalidad, sin advertir que aquella normalidad es muy posible que nunca regrese y únicamente la vivamos en el recuerdo. Habrá otra normalidad, mucho más fría, sin duda, menos calurosa, más aburrida, y a la que deberemos adaptarnos porque ese ha sido el devenir de la humanidad.

Estamos todavía aturdidos, encerrados y leyendo cualquier cosa que nos ponen delante, pero no hemos querido advertir, ni mucho menos adivinar, cómo podría ser un futuro menos intenso que la vida que llevábamos antes de todo esto. Quizá haya un antes y un después de la historia del ser humano que nuestros bisnietos puedan evaluar mucho mejor que lo hacemos ahora, aunque no entenderán que significaba eso de hacer camping y meterse más de los que cabían en una tienda de campaña.

Terminamos 2020 y esperamos un 2021 que todo lo retrotraiga nueve meses atrás, sin advertir que eso no será posible y que quienes debemos de comenzar a cambiar el chips somos nosotros. En cualquier caso la evolución no es otra cosa que adaptación, aunque lo novedoso esta vez es la velocidad a la que hemos debido aprender a hacerlo.


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