Trump promueve la reducción de costos en la abultada y carísima administración norteamericana, nada diferente a lo que ocurre en el resto del mundo
Entender a Trump no es fácil. No sólo la forma en cómo expresa determinadas ideas, sino el modelo de gestión política que aplica. Con su respaldo, Elon Musk confronta un enorme problema de todos los gobiernos occidentales: el alto costo de la enorme burocracia. Un sin número de agencias, instituciones, centros y dependencias gubernamentales o descentralizadas gestionan miles de millones de dólares y atienden gestiones particulares de la política de cada una de ellas, más que cuestiones de interés general para el resto de los ciudadanos. En ocasiones, incluso llevan a cabo políticas públicas divergentes de las del gobierno y le generan competencia, por lo que es legítimo preguntarse si un Estado debe de financiar, con dinero de sus contribuyentes, temas relacionados con activismo político en otro Estado.
Trump, igual que Musk, son empresarios que en su actividad profesional hacen el necesario cálculo económico, sin el cual es imposible planificar y proyectar cualquier modelo de negocio efectivo. En política, sin embargo, “no es necesario” ni hay costumbre de hacerlo. Cualquier empresario debe buscar ser eficiente y prestar un buen servicio para que sea demandado, porque de lo contrario su empresa fracasará. No ocurre así con el administrador político, quien siempre dispone de recursos generados por otros y obtenidos “a la fuerza” -impuestos-, independientemente del retorno que haga de lo tomado.
Estamos acostumbrados a que el político no explique cuánto costará un ministerio, universidad, transporte o centro de salud para atender a los ciudadanos, sino que permanentemente reclame más dinero, lo que en modo alguno ocurre en la iniciativa privada que busca justamente lo contrario: reducir costos sin bajar los beneficios ni la calidad, porque de lo contrario se malogra el modelo.
Trump promueve la reducción de costos en la abultada y carísima administración norteamericana, nada diferente a lo que ocurre en el resto del mundo. Milei, otro empresario más leído que Trump, hace lo mismo en Argentina, y es evidente que eso escandaliza al resto de políticos que ven peligrar sus prácticas y privilegios como pensiones, servicios, vehículos, oficinas y otros que suelen heredar de por vida. Es la búsqueda de la eficiencia en el gasto público, aunque lo más extraño es que el ciudadano no lo advierta, y pareciera querer defender al político tradicional que tanto ha censurado.
No puede ser que ningún gobierno del mundo hable del costo necesario -y preciso- para hacer funcionar cualquier ministerio o dependencia a su cargo, y si tenga una permanente voracidad económica que incrementa constantemente el presupuesto nacional. Tampoco es de recibo el endeudamiento permanente y el déficit entre lo ingresado y lo gastado, que lleva a números rojos fiscales.
Los gobiernos deben de acostumbrase a gestionar lo público con parámetros similares a los utilizados en la gestión privada. El “ánimo de lucro” debe de ser una constante en la mente de todo gestor público, entendiendo por tal obtener los mayores benéficos para el ciudadano. Intente averiguar cuánto cuesta un estudiante en un centro público, un pasajero en un bus colectivo, o un paciente en un hospital estatal. Podrá, sin embargo, tener datos precisos de la misma información en cualquier centro o transporte privado, porque sin ella no sería posible hacer una gestión económica eficiente ¡Tan sencillo como eso!
El miedo a lo que está haciendo Trump -o Milei- no es otro que el éxito que pueda tener, porque podría demostrar la forma canalla en la que se ha estado haciendo la política, y generar un efecto dominó entre los ciudadanos que exijan a sus gestores públicos una eficiencia hasta ahora ausente de la gestión política.