Difícilmente se arreglarán problemas que no son reclamo social porque carecen de rentabilidad política
Me llegó recientemente una encuesta, de esas que dicen que “es la última”, y refleja cosas interesantes. Algunos puntajes de candidatos suben y bajan a criterio de quienes hacen los sondeos o los contratan, aunque siempre hay servicios decentes que presentan la realidad numérica. Sin embargo, no quiero destacar eso, sino los problemas que dicen tener os ciudadanos y que desean que los políticos “solucionen”.
En esa última que cayó en mis manos el pasado fin de semana, destacan como problemas principales -igual en todas las que he visto- la corrupción, el desempleo, la delincuencia, la pobreza o la economía familiar, variando un poco el orden según el momento. La desnutrición infantil y la educación, ni siquiera aparecen ¿Qué lectura tiene eso? Supongo que muchas, pero hay un par de ellas en las que el acuerdo es más unánime. Una, que los problemas de otros no nos afectan como sociedad, salvo que nos los recuerden, porque de lo contrario cada uno enarbola su preocupación, que es la que manifiesta. Dos, que difícilmente se arreglarán problemas que no son reclamo social porque carecen de rentabilidad política y, consecuentemente, no se traducen en políticas públicas al no generar beneficios partidarios.
Al menos, esas razones, sostienen la falta de preocupación político-social por personas que mueren de hambre o crecen con deficiencias, y por otras que reciben mala educación o sencillamente permanecen analfabetas. El combo de las dos genera individuos con enormes dificultades para desarrollarse, conseguir un trabajo cualificado y bien pagado o prosperar, incluso mínimamente.
Esa dejadez sobre temas importantes corrobora, igualmente, dos argumentos que suelen no ser muy aceptados por estatistas acérrimos. El primero se refiere a la acción humana -Mises-, y certifica el punto de que el ciudadano -independientemente de su origen y condición- se preocupa fundamentalmente -cuando no de forma exclusiva- por su situación personal, y hasta que no la satisface no piensa en los demás, algo que Maslow también señaló de otra forma. El segundo, aplica el principio anterior desde otro ángulo y evidencia que el político atiende preferentemente temas que le son rentables y urgentes, aunque no sean importantes o trascendentes. La desnutrición y el analfabetismo no son temas populares ni atraen multitud de votantes, luego tienen pocas posibilidades de obtener aprobación política, porque al ser baja la relación costo-beneficio, la rentabilidad es muy poca.
Por eso la iniciativa privada o personas con gran capacidad económica y valores muy determinados son quienes suelen promover campañas contra esas carencias que impiden el desarrollo o, a través de sus fundaciones, financian y adquirieren compromisos en pro de la nutrición o la educación. Se podría entender muy sencillo si se dejara a un lado eso de que el político busca el bien común, y se comprendiera que realmente persigue su propio bien, el de sus afines y alcanzar el poder, y no siempre para fines nobles siquiera.
No comprender algo tan simple, que además está en la esencia del ser humano, conduce a dejar de lado problemas importantes en beneficio de los urgentes: pavimentar calles o carreteras, regalar bolsas de comida que apenas satisfacen un día o prometer subvenciones después de cobrar más impuestos de los que supuestamente le devolverán.
Estamos en puertas electorales y las encuestas y sondeos no nos muestran esa cruda realidad de la que escapamos a menudo. Es un excelente momento para reflexionar antes de responder, para cumplir con las obligaciones previo a exigir derechos, y a comprometerse con el país antes de apostar por intereses particulares que no son prioridad para todos.
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