La cortesía es un gesto de dignidad, no de sumisión
(T. Roosevelt)
Recuerdo hace
años, una reunión en Estrasburgo en la que concurrimos varias personas para
debatir la denominación de las distintas operaciones de mantenimiento de paz en
español, francés e inglés. Debía estar claro el nombre, qué significaban y el
alcance de cada una para que no hubiera dudas sobre los compromisos adquiridos
por fuerzas multinacionales participantes ¡Un esfuerzo que valió la pena!
Viene a
cuento la remembranza porque en distintos idiomas conceptos aparentemente similares
pueden requerir de mayor precisión para evitar al traducirlos una
interpretación diferente o bien porque ciertas sociedades no perciben
igualmente el sentido de algunas palabras. Creo que “idiota” no es una de ellas.
El
embajador norteamericano Robinson se despachó con el calificativo de “idiotas”
a cuatro diputados. Debería saber mister
Todd que un famoso manual elaborado por profesores de Harvard establece como
pilar fundamental de una buena negociación el principio siguiente: “separe a
las personas del problema”. De esa cuenta, la acción de los diputados podría
haber sido una idiotez, una estupidez, pero no había razón -mucho menos derecho-
para adjetivar así a las personas.
El mundo
ha cambiado. Antes, calificativos referidos al género, la diversidad sexual, el
color de la piel o incluso la discapacidad, eran utilizados para insultar o
denigrar. Aquello de “no llores como una nena” realza una suerte de machismo
que hoy día se rechaza, no digamos otros ejemplos seguramente más sensibles.
Eso no lo ignora el señor Robinson porque ha sufrido insultos en el marco antes
descrito, razón por la que debería haber sido más susceptible antes de ofender
y dejar que la forma opacara el fondo.
Algunos ciudadanos consideran que
efectivamente los diputados son unos “idiotas”. Sin embargo llamar idiota a
cualquiera es insultante, se sabe, y la educación advierte de ello, lo que debería
ser valladar suficiente. Si además esa persona es un dignatario nacional y el
insulto lo hace un representante de otro estado, el nivel de insolencia incrementa
por razones fácilmente deducibles. Justificarlo con ignorancia, si fuera el
caso, tampoco exime de la responsabilidad y no es necesario caer en grosería
petulante, de difícil excusa, si se puede hacer inteligentemente mediante el
sarcasmo, la indirecta o la expresión políticamente correcta.
Hay quien lo justifica alegando que
“gracias al insulto hablamos del problema”, lo que no habría ocurrido sin ese
detonante. Ese es un argumento que pareciera animar a que antes de iniciar una
conversación nos aventemos a mentarle la madre al otro para darle un poquito de
dinamismo al debate: ¡Hola imbéciles, comenzamos el análisis del día!, podría
ser -con esa lógica- el inicio de un programa radial, televisivo o incluso una
sesión de clase ¡No señor!, lo incorrecto, mal hecho está, y es preciso señalarlo
y no justificarlo ni acudir a los griegos para buscar el origen de la palabra y
decir que ese fue el sentido que pudo darle el diplomático. Don Todd sabe lo
que dijo -y reiteró- y lejos de aplaudirlo o justificarlo, hay que señalarle
que el respeto que solicita -y que le ha sido negado en varias ocasiones por
homófobos, racistas y extremistas- es exactamente lo que vulneró con sus
señalamientos ¡Al pan, pan y al vino, vino!, o “wine” si lo queremos en inglés.
Por cierto, si en la embajada USA
no dejan entrar teléfonos ni grabadoras a la reuniones, ¿quién filtró el audio
de la reunión?, o será que además se hizo intencionalmente.
¡Huy!, a ver si la cosa es más
grave.