Esperanzados en la administración entrante, olvidamos que los políticos no son los únicos corrompidos en este país, sino quienes descuellan
Las auditorías realizadas por autoridades de la administración entrante revelan, con dureza y realismo, la situación catastrófica en que nos encontramos. El ministerio de comunicación tiene una deuda de unos Q13,000 millones, lo que representa el doble del presupuesto anual de dicha entidad. Salud debe Q650 millones -conocidos por ahora-, y así sucesivamente puede escudriñar el resto de las instituciones.
Los diferentes incendios que azotan el país -el 90% provocados- no pueden ser atajados porque carecemos de una organización conformada, coordinada y estructurada capaz de enfrentarlos eficazmente -o prevenirlos-, y se cerraron dependencias dedicadas a ello, además de faltar medios y recursos. Los sucesivos gobiernos -elegidos democráticamente por ciudadanos que aplauden y votan a personajes sobradamente conocidos por corruptos o delincuentes- desmantelaron el país, robaron o despilfarraron los recursos públicos y sus autores pasean alegremente por las calles y avenidas o continúan con sus fechorías.
Esperanzados en la administración entrante, olvidamos que los políticos no son los únicos corrompidos en este país, sino quienes descuellan en un entorno que destila el pillaje por los poros de la piel. De esa cuenta se pudo ver como el actual ministerio de educación contrató a Marcela Blanco o el de gobernación a Sebastián Hernández Matute. La primera conocida por su militancia a favor del partido SEMILLA, el segundo hijo de la candidata a alcaldesa capitalina por el mismo partido. Ambos son seguramente “buenos chicos”, pero nuestros hijos tambien lo son y sencillamente no tuvieron la oportunidad de participar en una oposición pública que dilucidara quien es el mejor, y mucho menos la oportunidad de encontrar en empleo cuyo salario pagamos los contribuyentes con impuestos. La designación a dedo, producto de la simpatía, el favor, el amiguismo o la militancia, es el único sostén de esos dos ejemplos, sin ser los únicos.
La mayoría de los medios de comunicación e indignados en redes han sido incapaces de señalar esas anomalías con la intensidad que comentan otras, lo que muestra el grado de hipocresía nacional y de corrupción mental con la que se manejan ciertas cosas: “A mis amigos todo, a mis enemigos la ley”. No queremos reconocer que somos una sociedad con enorme grado de corruptela, que aceptamos, justificamos y comprendemos algunas cuestiones en la medida que están a favor o en contra de nuestros intereses, conveniencia o ideología, una suerte de culpa colectiva que todos se sacuden y nadie asume.
Lo que respiramos, promovemos y gustamos no es la búsqueda del bien común ni de la justicia -ese cuento no es creíble a la luz de lo que ocurre- sino la venganza judicial y social que satisfaga el rencor personal que cultivamos y somos incapaces de superar. Queremos jueces que fallen según deseamos, y esperamos el llegar al poder para colocar a nuestros amigos, pero en absoluto abogamos por oposiciones abiertas para puestos en la administración ni exigimos que los magistrados lo sean por puntuación, sino que alguien los termine eligiendo con su infalible dedo, y a ser posible que coincida con nuestros deseos. Si la Corte está integrada por amigos, aplaudimos sus decisiones, mismas que condenamos contundentemente y tachamos de corruptas si son los enemigos quienes resuelven, y nos convencemos de lo “demócratas y justos que somos”.
Hay un grado de gazmoñería nacional preocupante -y peligroso- que empuja al precipicio del fracaso porque nos mueve más el odio, el rechazo, la ideologización o el poder que la búsqueda de elementos comunes que hagan del futuro -el de nuestros hijos- un espacio de convivencia construido sobre principios generales, libertad, responsabilidad y justicia.
¡Así tambien fracasan las naciones!