La ley seca, es un buen ejemplo de regla no aceptada, y por lo tanto continuamente incumplida con la aquiescencia de casi todos
Tanto la legalidad como la legitimidad, etimológicamente hablando, están en el entorno de la ley, en la conformidad con el mandato legal. En ciencia política, además, el concepto se refiere a la capacidad de un poder de ser obedecido o ejercer su acción sin tener que recurrir a la coacción, a la amenaza de la fuerza, lo que presupone una aceptación social mayoritaria de lo que aquel hará y de su autoridad. Lo ideal, por consiguiente, es que las leyes cuenten con ambas calidades: legalidad y legitimidad, así serán observadas por la mayoría de los ciudadanos que verán en ellas algo aceptable y respetable sin necesidad de aplicar la fuerza, salvo excepciones que seguro habría.
Sin embargo, cuando la teoría predominante es el iuspositivimo o positivismo jurídico, se suele desdoblar el derecho y la moral, y la norma no necesariamente pasa esos dos filtros, que se corresponden -en cierta forma- con los primeros mencionados. Se lo pongo fácil: el positivismo jurídico plantea que el derecho es un conjunto de normas dictadas -por los legisladores estatales- mediante un procedimiento formalmente válido, con la intención o voluntad de someter la conducta humana al orden disciplinario por el acatamiento de esas normas. La ley se elabora y acata, independientemente de su valor moral o aceptación social, que suelen coincidir. Así las cosas, la legitimidad se reduce o desaparece y la letra de la norma -carente de espíritu- predomina en la interpretación de los hechos ¿Le suena?
La ley seca, es un buen ejemplo de regla no aceptada, y por lo tanto continuamente incumplida con la aquiescencia de casi todos. Otro ejemplo se observa en el actual debate sobre la elección de magistrado a la CC, donde también se aprecia el divorcio conceptual. Las normas fijan las condiciones, pero socialmente queremos hacer algo más. A los poderes que deben designar magistrados, les pedimos que apliquen filtros o establezcan procesos que nos gustaría figuraran como requisitos (legitimidad) pero que no se contemplan en la normativa (legalidad). La consecuencia inmediata es una frustración y el rechazo ciudadano a lo que no se hace, aunque el poder cumple con lo que la ley marca. Uno más se puede ver en el reciente acoso a una menor. Socialmente condenado y rechazado -como no puede ser de otra forma- se levantaron muchas voces para que el supuesto agresor sea condenado (legitimidad). Sin embargo, el delito de acoso (legalidad) no está tipificado en el código penal y, nuevamente, la legitimidad choca -en este caso- con la ausencia de legalidad. No hay tipo penal específico que se le pueda aplicar, más que buscar la forma de ajustar su conducta a delitos existentes, con el riesgo de que el juez no aprecie tal relación y lo declare inocente. Seguimos confrontando el “ser” y el “deber ser”, pero no damos los pasos necesarios para hacerlos coincidir, y nos frustramos.
No hay de otra que cambiar el sistema que no sirve, legislar sobre lo que socialmente estamos de acuerdo y dejar de pelear normas redactadas sin legitimidad o ni siquiera existentes. Nos acostumbramos a vivir en un “No Estado de Derecho”, en el que prima la visceralidad y el calor del momento y pretendemos adaptar la ley a nuestros intereses en lugar de debatir seriamente las modificaciones pertinentes, y reflejarlas por escrito en los códigos correspondientes. Nos hemos acostumbrado a acomodar las normas a nuestras necesidades, y continuamente nos confrontamos con la realidad por querer hacer las cosas como nos gustaría (legitimidad) olvidando que lo legal termina imponiéndose por nuestra constante pasividad al cambio real.