Las pruebas no eran importantes porque desde que se publicaba el nombre había una condena implícitamente aceptada por parte de la ciudadanía
Que la justicia no funciona en Guatemala como quisiéramos y corresponde a un Estado de Derecho no es, lamentablemente, nada nuevo. De hecho, más de la mitad de los presos lo son de forma preventiva sin que hayan tenido un juicio condenatorio, y algunos cumplen más tiempo detenidos del que finalmente pueden ser condenados. Eso que pone los pelos de punta, al ser profusamente difundido en medios y redes sociales: persecuciones, acusaciones falsas, exilio, denuncias espurias que se agilizan, etc., ha sido una constante por años, aunque pareciera no haber preocupado antes con la misma intensidad que ahora.
Es lamentable, muy lamentable, que el sistema judicial esté en predicamento en mayor medida, incluso, que el putrefacto sistema político, al que ha terminado por anclarse y del que se nutre, al igual que el narcotráfico y el crimen organizado ¿Cuánta culpa tenemos los ciudadanos por aceptarlo y permitirlo, cuando no alentarlo? El sistema ha terminado por diseñarse -o ha evolucionado- para obtener los resultados que se observan, y la irresponsable actuación de ciertos jueces, fiscales y magistrados es algo sobre lo que debemos de reflexionar seriamente, porque es la única forma de cambiar lo podrido, suficientemente detectado.
Con la llegada de Cicig, la ciudadanía generó ciertas expectativas y esperanza de cambio, pero también nos acostumbramos a vitorear capturas, allanamientos, acusaciones y shows mediáticos con aquellas exposiciones y comparecencias de autoridades que determinaban quién era culpable, mucho antes de ser juzgado. El odio, la sed de venganza, el rechazo y ciertos añadidos ideológicos, permearon demasiadas actuaciones, las permitieron, las elevaron a rango de definitivas y era difícil llevar la contraria salvo que se asumiese el riesgo de ser señalado de corrupto, algo que sigue ocurriendo. Oficialmente se desató la “persecución correcta” de todo aquel que se consideraba, por determinados sectores, un peligro histórico.
La institución internacional hizo publicaciones en las que señalaba, denigraba y presionaba a jueces, abogados, fiscales, magistrados y otras personas, y no siempre con motivos. Las pruebas no eran importantes porque desde que se publicaba el nombre había una condena implícitamente aceptada por parte de la ciudadanía, sin mayor discusión ni análisis. El vespertino La Hora decía (2009) bajo el titular “CICIG da pruebas contundentes contra los magistrados electos”: “Los señalados por Castresana, con todo y pruebas, hoy fueron: [varios nombres]…., Thelma Esperanza Aldana”, y añadía sobre ella: “…, en méritos de proyección humana que comprende participación en organizaciones y asociaciones en defensa del Estado de Derecho; Pro Derechos humanos; y defensa y promoción de multiculturalidad obtuvo cero puntos. Luego fue fiscal general alabada y condecorada ¿Cuántos otros de aquellos vilipendiados nunca fueron acusados ni condenados judicialmente? La Cicig desapareció, pero cierta sed de venganza y resquemor siguen presentes, incluso en mayor medida, y se continúan allanando, deteniendo y encerrando a personas que, con señalamientos ficticios, son alegre y públicamente acusados. Y es que seguimos en las mismas, sin haber arreglado el problema ni hecho reformas que impidan que esas cosas ocurran.
¿Estamos por el cambio o gustamos más de shows, ruidos, señalamientos de quienes nos disgustan y actuaciones más viscerales que racionales? Ese sería el debate a promover en pro de alcanzar paz social, pero sobre todo justicia, y sacar de la ecuación a quienes disfrutan con denuncias espurias o uso del poder como herramienta de ataque y presión al contrario. Me da, sin embargo, que hemos elevado la irracionalidad y la visceralidad a virtudes nacionales y lo que realmente queremos es que prevalezca nuestro criterio, pero no la justicia ni mucho menos adecuados marcos legales.