El precio que tenemos que pagar por el dinero se paga en libertad
(Louis Stevenson)
La prensa escrita destaca (y advierte) frecuentemente de algunos
excesos -no todos- de políticos inescrupulosos -casi todos, ahora sí-. Ciertos
ministerios gastan gigantescas sumas en comidas, telefonía, combustible,
viáticos o boletos aéreos. Las municipalidades deben alrededor de Q1,325
millones “utilizados” en inexistente infraestructura y la verificación de los
gastos del Congreso -en inútiles viajes y fondos rotativos- es una vergüenza de
la que no escapa ningún partido. Cada día se le recuerda al ciudadano la
necesidad de aprobar prestamos para hacer frente a deudas, sin promover la
lógica racional de ahorrar, en lugar de despilfarrar, para afrontar esas
-supuestamente- imperiosas necesidades nacionales.
El ciudadano, apático, -por eso lo clavan continuamente- se
desentiende del mangoneo del dinero público, actividad que beneficia a unos
pocos oportunistas vivarachos y perjudica al resto de habitantes. De entrada,
habría que comenzar por suprimir la mayoría de viajes de funcionarios al
exterior, ya que no aportan absolutamente nada al país. Asistir a reuniones
informativas o a inservibles, prefabricados o inventados foros no pasa de ser
un premio a los “bien portados” o a leales del partido en el poder y así
contentar a la muchachada. Los “informes” elaborados por los privilegiados que
realizan tales travesías -cuando lo hacen y los publicitan- no pasarían de una
redacción mal hecha en primero primaria y, en todo caso, el país puede vivir
eternamente sin la asistencia a esos “importantes encuentros internacionales”.
Funcionarios de un país invitan a sus homólogos de otro y los ciudadanos
respectivos de ambos pagan los viajes caprichosos y siempre fútiles en los que
se hartan, liban o fanfarronean con generosos viáticos asignados para gastos
¡Pura huisachada!
¡No aprendemos! Y es ahí donde esos analfabetas políticos con cara de
mojarra pero dientes de pirañas muerden sin soltar. Hay que supervisar y
evidenciar a los vividores del sistema a quienes no les importa el país, aunque
siempre contratan -también con dinero nuestro- a patojos chispudos que les
suben al Twitter frases
ininteligibles -pero siempre políticamente correctas- y oportunistas fotos para
presentar o difundir lo que dicen “estar haciendo”. Somos una sociedad de
brutos (lea el DRAE antes de enojarse) y así nos conducimos. Dejamos que los
peores hagan lo que quieran, sin tener la valentía de enfrentar, denunciar y
evidenciar a los corruptos y ladrones que ocupan cargos públicos. Murmuramos y
nos quejamos entre dientes o tomando algún trago con el vecino, mientras
vestimos pantalón corto, pero olvidamos enfundarnos el largo para expresarlo en
el lugar adecuado: la cara del delincuente político. En eventos y reuniones
todavía aparecen nostálgicos lamentos referidos a los 500 y pico años de
conquista, sin advertir ni querer asumir que este año, hoy, ¡ahorita!, están
robando mucho más que en el pasado lejano del que tanto se quejan, con la
diferencia de que en aquel entonces ninguno de nosotros existía y ahora somos
protagonistas irresponsables y sujetos pasivos -por tanto culpables- de que
esto ocurra.
Algunos grupos sociales cambian porque sus integrantes quieren
cambiar. Otros, por el contrario, permanecen miserables, porque así son sus
miembros: nagüilones o extremadamente cobardes. Podemos pertenecer al que
queramos, pero no culpar a nadie de la auto exclusión de alguno de ellos.
Hablamos de ejemplo a los jóvenes, de visión y proyecto de país, mientras nos
echamos en la hamaca de la ineptitud y la comodidad a esperar que otros pongan
los huevos que nosotros olvidamos entre la historia y el pasado ¡Perfecto! ¡Muy
digno!