Es posible que los privilegios de ciertos colectivos hayan promovido esa cultura de compensación de quienes no los tienen
Nos hemos acostumbrado a tomar como sugerencia, y no obligado cumplimiento, las leyes que deberíamos de acatar. La mayoría, como mucho, tiende a observarla en la medida que no le cause algún incomodo, por mínimo que sea. Nos detenemos en los semáforos si lo consideramos oportuno, de lo contrario los saltamos. Vamos a la parada del bus siempre que no haya una esquina que resulte más cómoda y así no aguantar a otros. Las filas se guardan hasta que un cuate de cola y permita saltar a quienes, con educación y civismo, llevan tiempo esperando. Las multas de tráfico no se pagan porque siempre es “injusta” y, en unos meses, el alcalde ofrecerá rebajas que aconseja esperar, o simplemente se deja de pagar porque no pasa nada. Una sociedad que no cumple las normas que se receta vive en un permanente engaño, y privilegia a los más vivos.
Esta pandemia ha revelado un aspecto más de nuestra vida, en este caso referido a la ley. Varias localidades han decidido que no hay que respetar la orden presidencial de cierre o apertura a horas fijadas y, en cierto lugar, el alcalde tuvo que subirse al techo de una vivienda para no ser agredido por vecinos que decidieron no observar el toque de queda. Así, a puro huevo. Muchos de esos territorios, que hacen su vida fuera del respeto ajeno, no cuentan con estación de policía porque hace años los vecinos prendieron fuego a las instalaciones. Seguramente cuando se enfermen o se cometan delitos, habrá manifestaciones pidiendo a gritos que el Estado les garantice el derecho a la salud y a la seguridad que preconiza la constitución ¡Que no queden los derechos sin exigirse, aunque las responsabilidades haya que buscarlas bajo las piedras! No se por qué cuesta tanto entender que vivir en sociedad con garantías de éxito, solo es factible si se observan las leyes que nos damos.
Es posible que los privilegios de ciertos colectivos hayan promovido esa cultura de compensación de quienes no los tienen. Los gremios se han dedicado a buscar, frente a otros, preeminencias para sus grupos y obtener ventajas en cualquier norma que se promulgue. El antejuicio, las sirenas y luces de paso prioritario, las salas VIP en los aeropuertos, las escoltas oficiales, la seguridad proporcionada por la PNC, el pasaporte diplomático, las filas especiales para gente “especial”, los asientos reservados en eventos, el seguro privado cuando se trabaja en lo público, eso de “usted no sabe quien soy” que permite manejar borracho en horas prohibidas para circular o portar armas sin licencia, parquear en línea roja con placa diplomática, la exención impositiva, el inicio de los actos y eventos hasta que llegue la autoridad y un largo etcétera, configuran ese polígono en el que buscamos encerrarnos para disfrutar de ventajas que nos diferencian del resto. En el fondo, lo que muchos gustan.
Las crisis desnudan los sistemas y en esta se ha visto lo precario de la salud, la educación, la economía y la observancia normativa. No hay que legislar mucho, pero lo que se norma es para cumplirlo, porque de lo contrario se crea una cultura de irrespeto que muta la vida en sociedad a una de selva en la que la ley del más oportuno prima, incluso por encima de la del más fuerte.
Quizá, pasados estos momentos, tomemos en cuenta el desmantelado sistema social después de 200 años de independencia y 35 de democracia y, cuando superemos el trauma o la vergüenza de aceptar que no hemos hecho mucho, emprendamos un camino distinto, aunque honestamente lo dudo mucho.
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