Cada institución pública pareciera estar hecha para depredar, con estructuras sólidas construidas por años
Hay ilusos -optimistas se denominan ellos- que piensan que el inicio de año es “borrón y cuenta nueva”, sin advertir que el tiempo, en su inmensidad, no entiende de barreras mentales que el ser humano coloca a su comodidad y conveniencia. Nos pegamos media vida -o toda ella- estableciendo nuevos propósitos que se diluyen a lo largo de los meses venideros, en lugar de continuar, aprovechar o valorar lo aprendido hasta el día anterior, ese 31 que enterramos anualmente con ahínco. Es como el padre que cree que su hijo, universitario en enero, es diferente al escolar de noviembre recién pasado.
El año que inicia no será todo lo agradable que pudiéramos esperar, así que es mejor mirar los datos fríamente para saber donde estamos. Somos el penúltimo país de América Latina con menor deuda fiscal -25.2% del PIB- lo que permite endeudarnos si realmente quisiéramos invertir en el futuro en lugar de seguir anclados en un pasado permanente. Otros no pueden hacer lo mismo porque ya utilizaron esa reserva de la que disponemos. La economía, dañada en todo el mundo, no se ha visto tan afectada en Guatemala y siempre hay un margen para la recuperación progresiva o, si se desea, para que el impacto del decrecimiento sea mucho menor que en otros lugares ¡Claro que con un 70% de la misma fuera del marco legal -sumergida- tampoco podemos esperar mucho análisis económico. Los inversores buscan previsibilidad, es decir, acciones de gobiernos que no sean cambiantes y Estado de Derecho que no dificulte la dinámica económica. No somos los mejores en ese espacio, pero, detrás nuestra están México, Honduras y Nicaragua, con lo cual podemos “ejercer cierto liderazgo regional”, en la medida que corregimos esos aspectos que, junto con las protestas sociales, terminan espantando la atracción de inversiones.
La corrupción nos come por donde la miremos. Cada institución pública pareciera estar hecha para depredar, con estructuras sólidas construidas por años. No importa la cantidad de fondos que ingresen, ya que se acoplan para ver como repartírselos: pactos colectivos, bonos con nombres ignominiosos, plazas fantasma, a dedo o de amigos y contratos con aquellos que les paguen mordidas. O salimos de eso por nuestra cuenta o formaremos un lodazal en el que nos hundiremos con el tiempo. No vale solo con denunciarlo, hay que tomar acciones al respecto y eso inicia por el cambio de actitud personal. No nos engañemos: estamos así porque muchos lo permiten y se benefician de ello.
La desnutrición es otro tema que hay que abordar contundentemente. No es de recibo que se mueran personas de hambre en ninguna sociedad del siglo XXI, y aquí es algo demasiado normal que no preocupa realmente a todos aquellos que manejan el discurso. Un debate serio en el Congreso -aunque sea pedir demasiado- sería oportuno y desnudaría a más de un partido; quizá por eso no se produce.
Y podemos seguir con una largo etcétera de tareas pendientes: agresiones sexuales, homicidios, falta de justicia, de carreteras, de educación y de salud…, y como dijera Buzz Ligthyear: al infinito y más allá. No tengo, sin embargo, mucha fe en los cambios porque justamente haremos ese borrón y cuenta nueva que impide mejorar la línea del tiempo perdido. Comenzaremos con buenos deseos y, poco a poco, como siempre ha sido, la anestesia nos irá pasando hasta volver a sentir lo habitual: el desastre que como sociedad representamos. Culparemos a los políticos, tranquilizaremos nuestra conciencia y nos dispondremos a celebrar 200 años de independencia. Así transcurrirá el 2021, para llegar a hacer algo parecido en el 2022.
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