El derecho de defensa o de ser oído antes de tomar una medida cautelar, se obvia mientras le dan la razón absoluta y única a la denunciante
Cuando se aprobó la ley contra el femicidio y otras formas de violencia contra la mujer, se prendió una luz de alarma porque los jueces acogían las denuncias con presunción de culpabilidad, algo que se debatía en otros países como un error jurídico que tenía que corregirse. Aquí, “más papistas que el Papa” -y siempre tarde-, se aprobó el texto del que ahora se cuestiona lo que se discutió en otros lugares. Se había advertido, pero ciertas tendencias fueron más persuasivas que muchas razones y experiencias de otros lugares.
Tras la denuncia, y siguiendo el protocolo, el juez ordena “al presunto agresor” no acercarse a la “supuesta víctima”, no intimidarla y cuestiones similares. Sin embargo, no es de recibo que en el marco de un Estado de Derecho ese proceder tenga sustento filosófico-jurídico alguno, menos que la norma sirva como arma arrojadiza. Cuando los hechos son ciertos -la mayoría de veces- el resultado es evidentemente útil y positivo, pero una ley que debería servir para proteger a mujeres agredidas no debe utilizarse por ciertas mujeres maltratadoras. Lamentable y triste que sean féminas quienes hagan uso inadecuado de leyes hechas para protegerlas. Un artilugio legal y servil del feminismo radical moderno, utilizado, además, por muchas de quienes se quejan del abuso o inoperancia de la justicia.
El proceso es simplista y acusatorio. Se interpone una denuncia aduciendo violencia -psicológica la mayoría de veces- y el juez aplica el protocolo y ordena que el “agresor” no intimide a la “víctima”, aunque esté a miles de kilómetros, sea periodista que revela actos de corrupción, fiscal que persigue a la encartada por ciertos delitos o funcionario que anuncia incumplimientos fiscales. El hombre queda emplazado y ellas, en sus redes o medios, se burlan del machoman en un acto de pírrica victoria. Además el juez -o la jueza, que de todo hay- ni siquiera llama al acusado para que, al menos, pueda decir que no conoce a la señora o no sabe donde vive, con lo que le será muy difícil mantenerse alejado de un domicilio desconocido. En otras palabras: el derecho de defensa o de ser oído antes de tomar una medida cautelar, se obvia mientras le dan la razón absoluta y única a la denunciante. Una vez decretadas las medidas cautelares, las encartadas -y sus respectivos séquitos- presumen de ello, alientan el poder que tienen y advierten de seguir utilizando el bisturí de la “violencia contra la mujer” para amputar la dignidad del hombre. A modo únicamente de información -por si acaso-: la ley fue utilizada por Sandra Torres, Karina de Rottman y Rosana Baldetti, entre otras ilustres damas que, como dijera Cervantes, adaptándolo a los tiempos: de cuyo nombre no “debo” acordarme.
No hacen faltan jueces formados -que también es necesario- sino leyes claras que no requieran de interpretaciones -siempre subjetivas- de funcionarios judiciales ni de presiones mediáticas o políticas. Si permitimos que se utilicen esas herramientas legales para agredir, estamos dinamitando los derechos que se pretenden proteger. Es necesario -¡a ver si las feministas que se indignan cuando les interesa lo hacen!- modificar el proceso y los protocolos. No hay que anular la protección legal que se otorga, pero tampoco obviar que el señalado tiene el derecho a ser escuchado antes de emitírsele orden de alejamiento. Y una más: las denuncias espurias o malintencionadas deben castigarse con el doble o triple de la pena que tenga el acto denunciado. No más injusticias en nombre de la justicia; no más hembrismo para combatir el machismo ni mucho menos aplaudir acciones que destruyan el poco Estado de Derecho que tenemos.
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