La inmensa mayoría de ciudadanos de este país, tenemos más puntos en común que aquellos que nos separan
Tenía mi columna enfilada, cuando una charla dominical con monseñor Ramazzini -en ConCriterio TV- me induce a cambiarla. No he estado de acuerdo con el cardenal en muchas ocasiones, pero hay tres cuestiones problemáticas que comparto y menciona durante la entrevista: los altos niveles de pobreza del país, la falta de ética y valores en la función pública -en particular- y la profesión mayoritaria de una fe cristiana ausente de las obras esperadas, lo que desilusiona y confunde a propios y extraños. Estemos de acuerdo o no con monseñor, porque no lo reconozcamos como autoridad eclesiástica -al profesar otra fe- o tengamos criterios diferentes a los suyos, no quita la validez de la reflexión que hace sobre esos tres aspectos, aunque siempre la excusa de actuar como aquellos fariseos bíblicos queda ahí para tomarla voluntariamente y que nos duerma.
La inmensa mayoría de ciudadanos de este país, tenemos más puntos en común que aquellos que nos separan, pero debemos hacer una importante cura de humildad para asumir esa realidad y que afloren. Quizá el odio, el rechazo, el rencor, el ego, o cómo queramos denominarlo, impide ver esos elementos de coincidencia sobre los que seguramente se podría construir todo una nueva filosofía social, política y económica. Debemos superar los niveles de pobreza que algunos padecen, con el agregado imperdonable de los menores muertos por hambre, la ineficiencia de un sistema de salud, de educación, de comunicaciones y, en general, mejorar la organización político-social que nos hemos dado. Decimos querer arreglar los problemas nacionales -supongamos que todos lo manifestamos con honestidad- pero anualmente hay unas 50 mil mujeres menores embarazadas -violadas para ser precisos-, unos 4 mil asesinatos con arma de fuego y una incontable cantidad de baleados, heridos, agredidos o denunciados por violencia, entre otros. Además, denigramos permanentemente a quienes no piensan como nosotros o evadimos impuestos, pero, en contrapartida, al menos una vez a la semana, asistimos a misa -católicos- a diferentes cultos -evangélicos- o a otras formas de celebrar a Dios, y nos limpiamos el alma con invisible algodón mágico y ofrendas monetarias ¡Esto es increíble, inconcebible, incompresible!
Las experiencias en otros países que han padecido un conflicto armado o una guerra civil, muestran que la polarización persiste en tanto en cuanto las generaciones que la provocaron, sufrieron, vivieron, padecieron o fueron parte de aquello desaparecen. En un numeroso colectivo social es muy difícil perdonar a quien de alguna forma nos agredió o que lo reconozca quien lo provocó. Quizá, nuestra naturaleza humana tiene esas dos importantes caras contrapuestas: la capacidad infinita de perdonar y la de odiar hasta el último instante, lo que nos somete a una lucha continúa que finaliza, salvo excepciones, con la muerte de cada uno.
Lo mismo que el cardenal Ramazzini reconoce durante la entrevista haberse equivocado por participar hace tiempo en dos bloqueos, yo también quiero confesar que, a pesar de tener la columna escrita y ser medianoche, me he sentado a reflexionar y cambiarla, animado por sus palabras tras esa charla en televisión. Creo, monseñor -no sé si comparte mi punto de vista-, que si todos hiciéramos en nuestra vida un acto de constricción y humildad, tan necesario para limpiar el corazón, sanar el alma y bloquear un poco el hígado, el mundo sería otro. El hecho de haber dedicado estos minutos nocturnos a recapacitar me anima a invitar a pensar sobre esos tres pilares propuestos que, lamentablemente, no son las únicas carencias: no más pobreza, no más falta de ética ni muchos menos una fe sin obras, que ya nos dijeron es una fe muerta.
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