Creo que hemos establecido una especie de relación de dependencia tóxica con trastornados mentales que llegan al poder.
En un reciente seminario sobre información, periodismo y desinformación, los presentes “advertimos” que hay un eje transversal en todos los países centroamericanos: la canalla. Nos hemos acostumbrado a que, cada vez más, los gobernantes pertenezcan a ese selecto club de mafiosos sofisticados, y ningún país de la región se escapa. Un populista deslenguado en El Salvador; un desquiciado violador en Nicaragua; un mentiroso compulsivo en Guatemala, una oportunista radical en Honduras y, a pesar de ser los dos países más punteros, tampoco se libran Costa Rica y Panamá. En charlas de sobremesa, se llega fácilmente a la conclusión de que cualquier ciudadano de origen, incluso con alto grado de idiotez o genéticamente predispuesto para la delincuencia o la locura, puede llegar a ser presidente de alguno de estos países; no hay normas para excluirlos.
Las exigencias constitucionales son pocas y además, la ciudadanía, tan contaminada como el propio liderazgo político, los ensalza, aclama y elige. Una especie de círculo pernicioso de estupidez humana en su grado superlativo que hace que nos embelesemos con esos personajes, los sigamos e incluso adoptemos sus formas. Nunca entendí muy bien ese afán de acercarse y fotografiarse con el liderazgo político y querer aparecer a su lado -como si fuera algo necesario o trascendente- pero mucho menos entiendo que se les vote.
Creo -esto requiere una fina interpretación psiquiátrico/psicológica- que hemos establecido una especie de relación de dependencia tóxica con trastornados mentales que llegan al poder. Ya no son ladrones, chantajistas o manipuladores, sino psicópatas, histriónicos, obsesivos-compulsivos o narcisistas, y la mayoría de ellos, seguramente, no superarían una evaluación médica básica sin que les fuera detectado alguna de esas chifladuras, o quizá otras muchos más graves.
Me da que no son conscientes de que matan, empobrecen o condenan de por vida a millones de personas, y tampoco parecen ser capaces de advertir que hay normas éticas en todos los aspectos de la vida, y la política no es diferente. Simultáneamente, son aplaudidos por un masa indolente de ciudadanos que los aúpa al poder, y de esa cuenta las elecciones libres y soberanas -como suelen ser la de la mayoría de los países centroamericanos, excepción de Nicaragua- los conduce democráticamente al sillón del que nunca piensan levantarse una vez se encaraman en el poder.
No es únicamente un tema judicial sobre corruptela o crimen organizado, sino algo más profundo y patológico. No podemos seguir eligiendo enfermos mentales -con diferentes manifestaciones- para que gobiernen con esas preocupantes formas y eso depende, en gran medida, de una ciudadanía responsable. Una vez en el poder son difícilmente reemplazables y lo que comenzó con robo de dinero público finaliza con torturas, acoso, encarcelamiento, expulsión de ciudadanos del país y condena de generaciones por años. Quizá alguien pueda verse reflejado en este triste contexto en cualquier otra parte del mundo, sin embargo es difícil encontrar una región tan pequeña y compacta -como la centroamericana- y que todos padezcamos este flagelo.
Las revoluciones violentas no tienen mucha cabida en un mundo moderno porque el ciudadano no está dispuesto a sacrificar ciertas cosas, a pesar del costo que representa la pasividad. Sin embargo, hay formas, como el voto responsable, que suelen ser suficientes la mayoría de las veces para evitar que estos desequilibrados lleguen al poder. La protesta pacífica también es una herramienta de gran valor, así como la denuncia pública permanente y el rechazo público. Lo que no es de recibo es continuar con esa indiferencia en la que en cada instante perdemos terreno, a pesar de que ya sabemos en dónde terminaremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario