El problema que no es mío, simplemente no existe. La desnutrición y la violencia infantil es el mejor ejemplo.
Las organizaciones se ponen a prueba en momentos difíciles. El Estado, como organización político-social, muestra realmente para qué sirve y qué tan eficaz es justamente cuando la ciudadanía requiere de las instituciones que lo integran. Sin embargo, en la mayoría de los países del mundo, los modelos de organización política no han estado a la altura de las exigencias y necesidades durante esta pandemia. En naciones en vías de desarrollo, la debacle está siendo mucho mayor, como también los desengaños.
Después de más de tres décadas de democracia, no hemos sido capaces de conformar instituciones mínimamente útiles. Exigimos al gobernante que no colapse la sanidad, que funcionen las escuelas, que la ayuda social llegue pronta y en cantidad y que la policía sea eficiente, entre otras cosas. Apenas hace un año, teníamos -y consentíamos- el peor gobierno de la historia nacional, y años atrás otros muy cerca en puntaje. Cuando tuvimos que hacer ciertas tareas: implementar una ley de servicio civil, modificar la ley electoral, cambiar la ley de compras, mejorar la elección de jueces o impedir que ciertos sindicatos se lleven cualquier aumento presupuestario, callamos, agachamos la cabeza y nos importó un bledo, en tanto en cuanto el problema no fuera “con nosotros”, y hasta vitoreamos a delincuentes para que llegaran a la presidencia. Quienes estábamos seguros, refugiados en condominios amurallados o viajábamos en vehículo propio, la inseguridad apenas nos importaba; los que disponían de seguro médico privado -políticos y magistrados incluidos- les venía del norte el IGSS, si los hospitales públicos tenían recursos o qué hacían con ellos; pagar un colegio privado impedía ver el estado de las escuelas o la desfachatez en reclamos económicos del sindicato magisterial, y tener una casa propia hacía invisibles a quienes apenas cuentan con cuatro muros y un techo de lámina. En otras palabras: el problema que no es mío, simplemente no existe. La desnutrición y la violencia infantil es el mejor ejemplo.
Los políticos no son diferentes. Disponen de carro, teléfono, secretaria, asesores, antejuicio y seguros pagados con impuestos, así que no tocan esos privilegios ni cambian lo que les funciona. Mantenemos una especie de equilibrio repugnante mientras, bajo nuestros pies, decenas de personas son asesinadas, violadas o mueren por desnutrición diariamente. La pandemia ha equilibrado la balanza -espero que lo suficiente- y ahora nos quejarnos de casi todo, porque nos afecta.
Padecemos las consecuencias de no habernos preocupado de que los funcionarios sean los mejores y no cuates de quienes llegan al poder, que los maestros tengan capacidad y medios para impartir clases virtuales y no dejen a nuestros hijos encerrados sin alternativas o que los hospitales públicos cuenten con un espacio por si tengo que ingresar, o me llevan sin permiso. Observamos como el 70% de la población está en la informalidad -no tributa plenamente- y es imposible de identificar. No sabemos quienes son porque prefirieron estar fuera de la legalidad y ser anónimos ciudadanos, imposibles de detectar y ayudar. Vemos el peligro de cerca, cosa que antes ignorábamos, aunque a poquito que hubiésemos prestado atención, nos habríamos dado cuenta, pero ¡para qué perder el tiempo!
Tenemos un Estado mal organizado y, consecuentemente, inoperativo e incapaz. No es siempre culpa de los políticos, como solemos acusar para limpiar nuestra conciencia, sino de una sociedad indolente que no ha estado dispuesta a poner sobre la mesa voluntad, tesón, coraje, decisión, sacrificio, decencia y muchos bemoles ¡Estamos como estamos -en trapos de cucaracha-, porque somos como somos!, y tenemos poco remedio y mala solución, así que dejemos las autoalabanzas y seamos realistas por una vez.
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