Tradicionalmente tres personas: el juez, el defensor y el acusador, han resuelto los litigios dejando al margen al protagonista
De un tiempo para acá, hay un encendido debate sobre temas que inciden en la estructura recaudadora estatal. La tecnología permite que ya no sea preciso llamar a un taxi o a un hotel para transportarse o alojarse rápida o cómodamente. Con Uber o Arnbnb puede, desde su celular, contar con múltiples opciones a precios reducidos. El “grito en el cielo” no ha dejado de escucharse porque quienes tienen una licencia oficial de taxi o de hotelería ven como sus precios no son competitivos con los de esos nacientes hijos de la tecnología. Son más caros por los altos impuestos que los gobiernos -centrales o municipales- aplican a sus tarifas producto -digámoslo también- del privilegio que les otorgan para transportar o alojar personas. Un pacto tácito en el que unos pagan y otros certifican y conceden beneficios exclusivos mientras trasladan los costos a usuarios que no tenían alternativas. Las Apps han arreglado en poco tiempo el gravoso problema y hecho tambalear al sistema.
Pero no es únicamente en esos sectores que los privilegios estatales se ven amenazados tras años de condenar al ciudadano a pagar más por menos. Otro sector afectado es el de la educación. Visiones decimonónicas permean todavía la forma de operar de escuelas y universidades en las que el cuerpo de profesores y la dirección siguen con formalismos y desincentivos como tesis, privados, sesiones magistrales, colegiaturas obligatorias, etc. La enseñanza en línea, los MOOC, el autoaprendizaje, el uso de la tecnología para múltiples aplicaciones o los diplomas en artes liberales -liberal arts- amplían los espacios educativos aunque no sean reconocidos por un estatus conformista anclado en procesos tradicionales que reducen la competitividad respecto de quienes han abrazado esas nuevas formas de aprendizaje.
Algo similar ocurre con la justicia, y animo a leer el libro “Justicia sin Jueces” para entenderlo mejor. Su autor -un juez con amplia experiencia- pone sobre la mesa y a debate un añejo problema. Tradicionalmente tres personas: el juez, el defensor y el acusador, han resuelto los litigios dejando al margen al protagonista. Tres expertos jurídicos en cómo aplicar formalmente justicia -no necesariamente atender el fondo del problema- se juntan a discutir sobre un tema y, siguiendo procedimientos reglados, toman una decisión. En el proceso, el sindicado o reclamante es un personaje pasivo representado o señalado por uno de los expertos sin que cuente con el derecho de autorepresentación porque la mayoría de sistemas judiciales lo impiden con diferentes excusas, tendientes a mantener el monopolio de aplicación de la justicia en un cuerpo colegiado sometidos a reglas y formas precisas y peculiares.
La tecnología -continúa diciendo el autor del libro- viene a dinamitar el sistema. Ahora, el litigante tiene acceso a información, puede conocer y aprender las formas, defender el fondo del asunto que siente como propio y sin interlocutor intermedio, además de otras cuestiones que cambiarán seguramente los procesos. En definitiva: se pasará de un papel pasivo a uno activo en el que los expertos serán, únicamente, asesores y complementos pero no actores principales del sistema. El arbitraje se pone de moda y, como en otras cosas, el Estado tiene que reconfigurarse y los colectivos privilegiados deberían pensar en el futuro que no será como hasta ahora, y buscar la reconversión.
Me da la impresión de que llegaremos tarde por lentos, pero quienes primero se organicen para servir mejor y a más bajo precio, lograrán ventajas competitivas en un mundo plural, globalizado e innovador. El Estado debe hacer su catarsis en temas como la certificación de grupos y la captación de impuestos en lugar de querer seguir aplicando modelos superados.
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